Eppur si scalda
Eppur si scalda
Publicado en la revista Historia Natural en noviembre de 2003
Cuentan, y a fuerza de contarlo se toma como cierto, que cuando Galileo se vio obligado por la Iglesia a renegar de sus ideas cosmológicas sobre una Tierra en movimiento, que no ocupaba un lugar ni único ni central en el Universo, apostilló ante el tribunal Vaticano que lo juzgaba: “eppur si muove”. Ese momento, tantas veces recreado en la literatura, el cine y el teatro, suele presentarse como el paradigma del orgullo, incluso de la soberbia, del científico. Siempre he tenido dificultades para interpretar la escena de esa manera. Me cuesta trabajo imaginarme al ya anciano, pero aún lúcido Galileo, retorciendo el labio con la mirada gacha, enrabietado de ira ante sus inquisidores. Era un tipo suficientemente inteligente para no perder ni la calma ni el ánimo ante la injusticia, por grande que esta fuera. Me gusta interpretar aquella famosa apostilla de Galileo en otro sentido muy distinto, de hecho más acorde con su falta de pasión por la confrontación política. Aquel “sin embargo se mueve” no pudo ser otra cosa que un contundente aviso a la Iglesia y al poder político de que tenían un problema. Porque cuando lo que se defiende no es una teoría o modelo sino una observación de la realidad externa, la cosa deja de ser materia opinable. Es decir, la Tierra se movía independientemente de lo que Galileo, el Papa o cualquiera otro opinara sobre ello. Con ese comentario postrero a su sentencia, el toscano tan solo pretendía hacer ver que aunque él se retractara, el orden social establecido, tarde o temprano, tenía que ser radicalmente modificado.
La disquisición me viene a la mente ante el fracaso de las distintas cumbres celebradas sobre el Cambio Climático. Hasta en siete ocasiones, el poder político, hoy ya no en manos de la Iglesia sino de las multinacionales, se ha reunido para llegar a un desacuerdo sobre la forma de atajar un problema que, en el fondo, no todos quieren aceptar. Se tarda en comprender, o se quiere evitar hacerlo, que el efecto de la actividad industrial de los países desarrollados en el clima de la Tierra y más concretamente en la temperatura global del planeta es un hecho y no una teoría. La Tierra se calienta tanto para los que creen que la Tierra se calienta debido a una sobreemisión de gases de efecto invernadero como para los que creen que no. Se calienta para el yanomami que habita los bosques amazónicos como para el secretario del Tesoro de los EEUU, para usted que lee este artículo como para el presidente de la Ontario Power Generation, para esa cinco nuevas criaturas que hacemos nacer al mundo cada segundo como para los responsables de las religiones que se oponen al control de la natalidad.
Si se acepta el sobrecalentamiento del planeta como un hecho, se acepta inevitablemente un problema cuya solución afecta al corazón de la organización económica de nuestra sociedad a escala global. Los cambios necesarios son tan importantes que son difíciles de abordar para las formaciones políticas actuales, inmersas y comprometidas con los que manejan el planeta a nivel económico. Ante esa incapacidad de los políticos de afrontar la gravedad del problema, hoy no tenemos un sabio testarudo sino miles de científicos insistiendo sin perder la calma, pero tampoco el resuello: eppur si scalda.
Juan Manuel Garcia-Ruiz